sábado, 24 de mayo de 2014

Uno es de dónde hace el Bachillerato.

Nos duele envejecer
pero resulta más difícil aún
comprender que se ama solamente
aquello que envejece.
Luis García Montero.

Esto se acaba. Y no quiero parecer tajante y fría porque, en realidad, soy la más sensible con estos temas pero llevamos nueve meses ansiosos porque esto termine y ahora, al menos yo, es lo último que quiero y soy incapaz de asumirlo.

Este curso ha sido cerrar los ojos en septiembre y abrirlos a 20 de mayo. Como separarnos sin avisar ni darnos tiempo a reaccionar de todo a lo que llevamos unidos once años. Llevábamos arropaditos tanto tiempo que este segundo de Bachillerato ha sido como los cinco minutitos antes de salir de la cama, como el “¡Espera, Luis, espera!” al terminar un examen porque no te da tiempo a acabar el tema de Neoclasicismo, qué novedad.

Pongo la mano en el fuego y no me quemo si digo que de aquí me llevo lo mejor que tengo: libros útiles que probablemente no vuelva a utilizar y otros de los que no me separo; personas que llegan sin avisar y se adaptan al corazón como la música a las teclas de un piano; que nunca está de más entregar algún comentario voluntario, no vaya a ser que le falten; que el Día del Libro solo es viable la lectura de El Quijote y de Platero y yo; las primeras y últimas nociones sobre El Señor de los Anillos, Star Wars y demás frikadas a manos de un único profesor, que tiene mérito; que Sevilla, para nosotros, no es Sevilla sin un profesor de química que nos cante con una guitarrita rosa en medio de una plaza; un correo que va a coger telarañas por el desuso sin que lleguen temas ni imágenes comentadas; que hay sobrinos de cinco años que hacen nuestros exámenes de filosofía en media hora; y, sobre todo, me llevo unas amigas que deberían cotizar por existir. Porque, una cosa os voy a decir, la labor docente intachable pero casi lo mejor que me ha dado el Gredos son ellas, gracias a esa labor docente intachable.

Envejecer, cumplir años: once van ya y paramos de contar. Personalmente, acaba la mejor etapa de mi vida, la más influyente, la más sufrida y la más sentida. Parece mentira que hace tres días estábamos entrando en el colegio mientras Domingo ponía las pizarras; hace dos llegábamos a la ESO- etapa difícil dónde las haya-; ayer empezábamos Bachillerato y hoy dejamos el lugar en el que hemos crecido, que nos ha visto ganar y nos ha enseñado a perder. Nos vamos de esta nuestra segunda casa, dejando nuestra niñez y adolescencia en estos pasillos, con la certeza de volver y la nostalgia de que ya nunca vaya a ser de la misma manera.

La peor parte es esta, que quienes nos vamos somos nosotros, y me parte en dos pensarlo mientras veo que las manecillas del reloj giran y yo no puedo pararlas. Sin embargo, no espero una, espero trescientas despedidas y sus respectivos trescientos reencuentros porque no me cabe duda de que voy a volver, lo que tengo es un miedo a crecer que me echa hacia atrás y me devuelve a todas y cada una de las clases que ya echo de menos.

Ahora, cuando dejo mi tierra, me da miedo mirar atrás y ver algunos errores que no han servido para más que para darme cuenta de que la vida no es más que una lucha, que yo no sé luchar –pero que todavía me mantengo en pie por cuatro versos que hacen que siga- y que respirar a veces puede ahogarte. Y por eso odio tan profundamente las despedidas, porque llevan un mensaje subliminal que grita que puede no haber un mañana, porque de todos los vocablos que me llevan al cielo, la única palabra que me da miedo es “adiós”.

Por H o por B las despedidas siempre acaban siendo tristes y acabo con alguna lágrima asomando así que antes de que eso ocurra sabed que esto es solo una pequeña parte de lo que todo esto ha sido para mí, porque las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma y que pese a todo y con todo lo que de aquí nos llevamos, siempre nos quedarán estos días azules y este sol de la infancia.

Muchas gracias a todos. 

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