Nos duele envejecer
pero resulta más difícil aún
comprender que se ama solamente
aquello que envejece.
Luis García Montero.
Esto se acaba. Y
no quiero parecer tajante y fría porque, en realidad, soy la más sensible con
estos temas pero llevamos nueve meses ansiosos porque esto termine y ahora, al
menos yo, es lo último que quiero y soy incapaz de asumirlo.
Este curso ha
sido cerrar los ojos en septiembre y abrirlos a 20 de mayo. Como separarnos sin
avisar ni darnos tiempo a reaccionar de todo a lo que llevamos unidos once
años. Llevábamos arropaditos tanto tiempo que este segundo de Bachillerato ha
sido como los cinco minutitos antes de salir de la cama, como el “¡Espera,
Luis, espera!” al terminar un examen porque no te da tiempo a acabar el tema de
Neoclasicismo, qué novedad.
Pongo la mano en
el fuego y no me quemo si digo que de aquí me llevo lo mejor que tengo: libros
útiles que probablemente no vuelva a utilizar y otros de los que no me separo;
personas que llegan sin avisar y se adaptan al corazón como la música a las
teclas de un piano; que nunca está de más entregar algún comentario voluntario,
no vaya a ser que le falten; que el Día del Libro solo es viable la lectura de
El Quijote y de Platero y yo; las primeras y últimas nociones sobre El Señor de
los Anillos, Star Wars y demás frikadas a manos de un único profesor, que tiene
mérito; que Sevilla, para nosotros, no es Sevilla sin un profesor de química
que nos cante con una guitarrita rosa en medio de una plaza; un correo que va a
coger telarañas por el desuso sin que lleguen temas ni imágenes comentadas; que
hay sobrinos de cinco años que hacen nuestros exámenes de filosofía en media
hora; y, sobre todo, me llevo unas amigas que deberían cotizar por existir. Porque,
una cosa os voy a decir, la labor docente intachable pero casi lo mejor que me
ha dado el Gredos son ellas, gracias a esa labor docente intachable.
Envejecer,
cumplir años: once van ya y paramos de contar. Personalmente, acaba la mejor
etapa de mi vida, la más influyente, la más sufrida y la más sentida. Parece mentira
que hace tres días estábamos entrando en el colegio mientras Domingo ponía las
pizarras; hace dos llegábamos a la ESO- etapa difícil dónde las haya-; ayer
empezábamos Bachillerato y hoy dejamos el lugar en el que hemos crecido, que
nos ha visto ganar y nos ha enseñado a perder. Nos vamos de esta nuestra
segunda casa, dejando nuestra niñez y adolescencia en estos pasillos, con la
certeza de volver y la nostalgia de que ya nunca vaya a ser de la misma manera.
La peor parte es
esta, que quienes nos vamos somos nosotros, y me parte en dos pensarlo mientras
veo que las manecillas del reloj giran y yo no puedo pararlas. Sin embargo, no
espero una, espero trescientas despedidas y sus respectivos trescientos
reencuentros porque no me cabe duda de que voy a volver, lo que tengo es un
miedo a crecer que me echa hacia atrás y me devuelve a todas y cada una de las
clases que ya echo de menos.
Ahora, cuando
dejo mi tierra, me da miedo mirar atrás y ver algunos errores que no han
servido para más que para darme cuenta de que la vida no es más que una lucha,
que yo no sé luchar –pero que todavía me mantengo en pie por cuatro versos que
hacen que siga- y que respirar a veces puede ahogarte. Y por eso odio tan
profundamente las despedidas, porque llevan un mensaje subliminal que grita que
puede no haber un mañana, porque de todos los vocablos que me llevan al cielo,
la única palabra que me da miedo es “adiós”.
Por H o por B
las despedidas siempre acaban siendo tristes y acabo con alguna lágrima
asomando así que antes de que eso ocurra sabed que esto es solo una pequeña
parte de lo que todo esto ha sido para mí, porque las palabras nunca alcanzan
cuando lo que hay que decir desborda el alma y que pese a todo y con todo lo
que de aquí nos llevamos, siempre nos quedarán estos días azules y este sol de
la infancia.
Muchas gracias a
todos.