sábado, 30 de agosto de 2014

Septiembre de terrorismo emocional.

                  Hacen dos años de ese septiembre. Desde entonces, mis piernas no han vuelto a recorrer ese camino y rehúsan hacerlo.
                Ayer mismo me dijeron que septiembre siempre trae cosas malas: el inicio de un curso nuevo o una partida a miles de kilómetros de aquí que ha llegado desprevenida. Me negaba a aceptar que septiembre haya sido siempre un mes caótico y deprimente hasta que te paseaste por los recovecos de mi alma de nuevo. Entonces sí, septiembre siempre trae cosas malas. En septiembre siempre volvía a verte. Incluso ese domingo que prometía gloria y desenfreno pero fue el comienzo de mi caída que duraría dos años más. Y lo que pueda quedarme, mejor dicho, lo que pueda quedarte por aquí, invadiendo folios enteros y consumiendo los bolígrafos que rezan día sí y día también que nunca leas lo que escriben. Hace poco leí que las relaciones empiezan a quebrarse cuando aparecen las confesiones, los “te quiero” sin venir a cuento y –malditas las causalidades, que no casualidades- estábamos destinados a morir desde que me lo dijiste cuando me acercaste fuerte contra ti. En ese momento entendí que estaba perdida porque los borrachos siempre dicen la verdad y los dos –para qué mentirnos- íbamos como cubas. Los amantes más sinceros de este mundo.
                Sorprendentemente, y más viniendo de mí que cuando quiero soy la nostalgia hecha mujer, no recordaba ese septiembre tan doloroso hasta ayer, cuando caí en la cuenta de que sí, que todo empezó entre vino peleón y besos. Tuve que olvidarme de esas palabras a la fuerza porque eras –y eres- como un niño pequeño que evita las verdades que salen de su boca para repetirlas dos años más tarde, ya echándole huevos. Pasé treinta y un días en cuarentena, una falsa tregua que prometía guerra y la tremenda bomba del recuerdo en mi cabeza, o quizá en mi corazón, o en mi garganta. En definitiva, terrorismo emocional. Ese mismo que me tiene atrincherada en tus ojos desde entonces.

                Quien sería el tonto que iba a decirme a mí que dos años más tarde seguiría escribiéndote y sumando treinta y un poemas de desamor, lo mismo que duró mi tregua. Quién diría que se ha acabado todo al fin, o quizá no tenga un fin y esto sea una más de las paces firmadas para no bombardearnos más. Quizá sea el momento de reconstruir todas estas ruinas que han dejado desoladas mis ganas de querer. Este septiembre ya no vas a volver, y puede que no sea del todo feliz pero, al menos, sé que podré dormir sin el miedo de que provoques otra tragedia. 


2 comentarios:

  1. Dicen que el tiempo todo lo cura, y parece que más o menos, en algo nos ayuda. Pero a nosotros, los que escribimos, siempre nos queda la amargura de haber hecho eterno ese dolor en todos nuestros folios de palabras garabateadas.

    Me alegro de haber llegado a tu blog (gracias al twitter de Bohemios), intentaré dejarme caer por aquí de vez en cuando :)

    ¡Un saludo!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sin duda alguna, totalmente de acuerdo. Hacemos eterno el dolor y conseguimos que así sí valgan más mil palabras que una sola imagen. Al menos para nosotros mismos. En el fondo es un narcisismo devastador.

      Muchisimas gracias, estaré encantada de que te pases por aquí cuando quieras!
      Un saludo :)

      Eliminar