sábado, 29 de noviembre de 2014

Por esta y mil razones más, brindemos.

Es viernes, noviembre,
las seis de la tarde.
Fuera llueve
pero yo me refugio
en un vagón cualquiera
de la linea cuatro de la renfe.
Llueve mucho,
las gotas mojan los cristales
y yo me dejo llevar
por esta nueva rutina
que tanto me está dando.

Sigue lloviendo
en el cristal
y esa gota pequeñita
que corre por él
como si algo la empujase,
como si todo fuese a acabar
si no corría, y justo delante
de mi ojo izquierdo corre
y converge con dos gotas más,
y las pierdo de vista.

Entonces, pienso que la vida
es dura y gratificante
a cuentagotas; que
cuando creía que me había dado
lo mejor que tengo, llegó
de nuevo, imprevisible
como siempre,
y me dio rizos, colores,
una melena rubia, entradas,
salidas y un cariño
donde no caben las palabras,
aunque nosotras vivamos
en ellas.

Y en ese instante,
cuando empecé a notar
cómo el tren frenaba,
dispuesto a abrirme
las puertas de par en par
a un lugar desconocido,
pero hogar,
me di cuenta de que
habían llegado, estaban
conmigo y
con todas las ganas
de quedarse, siempre,
puestas a la altura.

Habíamos corrido
para encontrarnos,
-como gotas, como
lluvia en el cristal-
a principios de otoño
para pasar, como mínimo,
los máximos otoños
posibles.

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