Es viernes, noviembre,
las seis de la tarde.
Fuera llueve
pero yo me refugio
en un vagón cualquiera
de la linea cuatro de la renfe.
Llueve mucho,
las gotas mojan los cristales
y yo me dejo llevar
por esta nueva rutina
que tanto me está dando.
Sigue lloviendo
en el cristal
y esa gota pequeñita
que corre por él
como si algo la empujase,
como si todo fuese a acabar
si no corría, y justo delante
de mi ojo izquierdo corre
y converge con dos gotas más,
y las pierdo de vista.
Entonces, pienso que la vida
es dura y gratificante
a cuentagotas; que
cuando creía que me había dado
lo mejor que tengo, llegó
de nuevo, imprevisible
como siempre,
y me dio rizos, colores,
una melena rubia, entradas,
salidas y un cariño
donde no caben las palabras,
aunque nosotras vivamos
en ellas.
Y en ese instante,
cuando empecé a notar
cómo el tren frenaba,
dispuesto a abrirme
las puertas de par en par
a un lugar desconocido,
pero hogar,
me di cuenta de que
habían llegado, estaban
conmigo y
con todas las ganas
de quedarse, siempre,
puestas a la altura.
Habíamos corrido
para encontrarnos,
-como gotas, como
lluvia en el cristal-
a principios de otoño
para pasar, como mínimo,
los máximos otoños
posibles.