Nos quejamos por vicio, por el morbo de la queja, porque todo el mundo lo hace, porque la disconformidad es un bien común. Porque somos, al fin y al cabo, niñas con cara de adultas a las que les molesta que el conductor de autobús no apague los fluorescentes a las siete cuarenta y cuatro de la mañana de lunes a viernes y quienes todos los martes buscan algo que justifique que los martes son malos, porque son martes; todo esto sin darse cuenta de lo bonito que es ver amanecer desde el cristal de emergencia y que cada día recorremos cuarenta kilómetros para sumar un día más a la dedicación que nos hace felices, un paso más, nunca un paso en falso.
Hoy es veinticuatro de diciembre del dos mil catorce y, como cada año, pienso un poco más en mí y en lo que he sido durante estos doce meses y hago un intento de contarlo, a veces con más o con menos éxito. Segundo de bachillerato fue duro mientras duró; acabamos una etapa preciosa que ahora echamos de menos pero, a veces, es bonita la nostalgia que te hace ver cómo has crecido y, sobre todo, con quien. Era principios de junio, día 6 concretamente, y puse el claustro patas arriba; yo, en ciencias toda la vida con mi biología y mi química, decidí cambiarme y hacer lo que el corazón me pedía y la cabeza no me dejaba concebir porque había algo mucho más fuerte que yo misma: “lo que se esperaba de mí”. Cerré todas las puertas y ventanas de mi cabeza, “Andrea, piensa” me repetía, “¿Qué es lo que quieres?”, a cara o cruz: psicología como todo el mundo quería; o filología hispánica con los dos mayores y únicos apoyos que una puede tener. Y salió cruz. La casa por la ventana y que salga el sol por Antequera, me voy a vivir en la literatura al edificio B, me voy a desarrollar lo que adoro, me voy a ser feliz, me voy a ser yo y a serlo entre libros.
Un verano inmejorable, rodeada de mi gente indispensable; un verano en el que me he dado verdadera cuenta de quién vale, quién está en todas y quién está sólo hasta cuando las cosas no le gustan, que quien se va sin ser echado siempre vuelve sin ser llamado. También fue un verano de repetir errores, de darme con el muro otra vez, de no saber qué responder ante tus ojos –ni siquiera a día de hoy sé si felicitarte, porque no sé qué decirte, ni cómo hablarte-. Un verano que acabó a finales de septiembre y me hizo comenzar una rutina de vida en las palabras en la que ahora vivo feliz, rutinaria y feliz.
Ahora, comienzo la semana cada martes a las seis de la mañana, pierdo, al menos, dos autobuses 133, y me fumo un cigarro mientras veo la vida pasar siendo partícipe de ella, sabiendo que paso las horas en una facultad que me lo está dando todo; los fines de semana salgo y pierdo la consciencia con lo mejor de mi día a día, me bebo los besos que un día fueron tuyos y que ahora suplen hombres y mujeres diferentes cada noche y vivo feliz, libre, me quiero mucho, me quiero así, las quiero así y me gusta mi vida con diez y ocho años yéndome de vez en cuando hasta mi otra casa, a una hora y media en tren. Y esa hora y media en tren me compensa, aunque solo sea por recitar cuatro versos mal colocados y que me feliciten, que quien me vea se emocione, saber que hay más a flor de piel que lo que parece. Me gusta saberme independiente del “qué dirán” de una vez por todas, me gusto, me gustan los hombres y las mujeres, me gusta reconocerlo, me gusta alguien que no eres tú y también quiero que lo sepas, que lo sepa, me gustan las guarradas, las palabras sinceras, los “te quiero” que no atan a nada ni a nadie, me gusta subir del edificio B al A, me gustan las faltas de estilo, lo que no es lo “políticamente correcto”, me gustan los polvos en baños, rápidos o extenuantes, me gusta el sexo oral, me gusta conocer, me gusta mirar a los ojos, a las piernas, a las tetas, a los culos, me gusta bailar, sudar, gemir, beber, caerme y volver a levantarme, los tacones, los escotes y las faldas cortas, me gusta todo eso que a día de hoy vivo con ganas, siempre con ganas de más.
Hoy es veinticuatro de diciembre del dos mil catorce y, como cada año, pienso un poco más en mí y en lo que he sido durante estos doce meses y hago un intento de contarlo, a veces con más o con menos éxito. Segundo de bachillerato fue duro mientras duró; acabamos una etapa preciosa que ahora echamos de menos pero, a veces, es bonita la nostalgia que te hace ver cómo has crecido y, sobre todo, con quien. Era principios de junio, día 6 concretamente, y puse el claustro patas arriba; yo, en ciencias toda la vida con mi biología y mi química, decidí cambiarme y hacer lo que el corazón me pedía y la cabeza no me dejaba concebir porque había algo mucho más fuerte que yo misma: “lo que se esperaba de mí”. Cerré todas las puertas y ventanas de mi cabeza, “Andrea, piensa” me repetía, “¿Qué es lo que quieres?”, a cara o cruz: psicología como todo el mundo quería; o filología hispánica con los dos mayores y únicos apoyos que una puede tener. Y salió cruz. La casa por la ventana y que salga el sol por Antequera, me voy a vivir en la literatura al edificio B, me voy a desarrollar lo que adoro, me voy a ser feliz, me voy a ser yo y a serlo entre libros.
Un verano inmejorable, rodeada de mi gente indispensable; un verano en el que me he dado verdadera cuenta de quién vale, quién está en todas y quién está sólo hasta cuando las cosas no le gustan, que quien se va sin ser echado siempre vuelve sin ser llamado. También fue un verano de repetir errores, de darme con el muro otra vez, de no saber qué responder ante tus ojos –ni siquiera a día de hoy sé si felicitarte, porque no sé qué decirte, ni cómo hablarte-. Un verano que acabó a finales de septiembre y me hizo comenzar una rutina de vida en las palabras en la que ahora vivo feliz, rutinaria y feliz.
Ahora, comienzo la semana cada martes a las seis de la mañana, pierdo, al menos, dos autobuses 133, y me fumo un cigarro mientras veo la vida pasar siendo partícipe de ella, sabiendo que paso las horas en una facultad que me lo está dando todo; los fines de semana salgo y pierdo la consciencia con lo mejor de mi día a día, me bebo los besos que un día fueron tuyos y que ahora suplen hombres y mujeres diferentes cada noche y vivo feliz, libre, me quiero mucho, me quiero así, las quiero así y me gusta mi vida con diez y ocho años yéndome de vez en cuando hasta mi otra casa, a una hora y media en tren. Y esa hora y media en tren me compensa, aunque solo sea por recitar cuatro versos mal colocados y que me feliciten, que quien me vea se emocione, saber que hay más a flor de piel que lo que parece. Me gusta saberme independiente del “qué dirán” de una vez por todas, me gusto, me gustan los hombres y las mujeres, me gusta reconocerlo, me gusta alguien que no eres tú y también quiero que lo sepas, que lo sepa, me gustan las guarradas, las palabras sinceras, los “te quiero” que no atan a nada ni a nadie, me gusta subir del edificio B al A, me gustan las faltas de estilo, lo que no es lo “políticamente correcto”, me gustan los polvos en baños, rápidos o extenuantes, me gusta el sexo oral, me gusta conocer, me gusta mirar a los ojos, a las piernas, a las tetas, a los culos, me gusta bailar, sudar, gemir, beber, caerme y volver a levantarme, los tacones, los escotes y las faldas cortas, me gusta todo eso que a día de hoy vivo con ganas, siempre con ganas de más.
Por último, sólo quiero deciros una cosa más: soy tan feliz que me quejo porque no soy capaz de canalizarlo, porque lo he conseguido todo yo sola, porque estoy donde estoy por mí, porque nadie me ha regalado nada, porque estoy orgullosa de mí misma, de mi presente y del futuro que me espera, porque esta soy yo acabando mi 2014 y quien tenga pena, que rabie.
El minuto previo a las uvas, probablemente abarques todos los pasillos de mi mente con el recuerdo de tu voz, pero he decidido jugarme a cara o cruz tus besos: si sale cara, lo dejo todo por ti otra vez; si sale cruz, sigo bebiendo y le pido al 2015 que me deje mantener lo mejor que tengo y me haga aprovechar todo lo bueno que me ofrezca, aunque tú no lo sepas, aunque tú no aparezcas.
Año nuevo, ábreme todas las ventanas y alborótame el pelo, las ideas y el corazón, ya nos veremos.