Érase todas
las veces que te me apareces de madrugada, que me he perdido en tus ojos, todas
esas caricias que se volatilizaron sin pasar por tu piel y los besos que no
fuimos capaces de arrebatarnos cuando era lo único que nos habría salvado. Érase
siempre tu risa en mi subconsciente, mi conciencia en tus pupilas y mi reino
por saber qué era de mí en tus noches en vela. Érase -no una- todas las veces que
has esperado sin preguntas, las veces que no has estado aquí, érase todo lo
fría que se quedaba mi cama cuando te ibas aunque oliese a cada centímetro de
ti, todas las veces que huí del sol de enero por quedarme a tu sombra, contigo.
Todas las veces contigo, todas las veces de ti.
En cada
lametón fuimos un cuento con final de boda y me sentí desubicada por no sentir
la presión de todos estos, nuestros años, casi una década de besos, un instante
eterno que me sirvió para cerrar los ojos y aun sin verte, saber que existes y
yo lo hacía contigo porque la manera más bonita de vivir eran los cinco minutos
que mi yo estaba fuera de mí, para estar contigo en lo efímero que tiene la
eternidad, en lo romántico que tienen las tormentas y las inundaciones en mis
ojos cuando tuviste que desalojar.
Ni
castillos lejanos, ni dragones, ni caballero de armadura, ni princesas de pelo
largo, ni siquiera un hada madrina, o algo que se le parezca, que pudiese
haberme llevado contigo a las doce, la hora justa para volver a casa; porque mi
casa eras tú.
Quizá,
meses después, aún te escribo por todas estas veces, porque si el amor, como todo, es cuestión de
palabras, acercarme a ti fue crear un idioma o porque, tal vez, la vida sólo
nos quiere dar aquello que después sabe quitarnos.