Pero hay todavía una última razón, entre las que a mí se me
ocurren, que abona la utilidad de la diversión artística en los hombres de
ciencia, y es la ventaja del uso literario del lenguaje para lograr la exacta
expresión científica. Es evidente que un buen escritor, si es además un sabio,
posee el instrumento de expresión de su sabiduría en mayor medida que el que
escribe obscuramente. Y, en la ciencia, la forma con que se reviste la verdad
forma parte de la verdad misma. No es, pues, cualidad accesoria, sino esencial.
La verdad es, por sí misma, por definición, clara, y el arte de la claridad es,
por consiguiente, factor científico de primera categoría. La mutua influencia
entre la ciencia y el arte es doble. La literatura científica, que tiene que
ser, por fuerza, exacta, diáfana, elemental, es el gran modelo para la retórica
del escritor de oficio. Se
ha dicho y es cierto, y yo lo he repetido muchas veces, que a ciertos literatos
les curaría la redacción del pensamiento científico de su propensión a ser
gárrulos* e imprecisos. Pero es también importante la ventaja inversa, la que
obtendrían los hombres de ciencia de una disciplina literaria. La belleza
puede, en efecto, subsistir a pesar del desorden, de la desproporción, de la
obscuridad en una obra literaria; mientras que la verdad, que es el argumento
de la obra científica, exige la transparencia, el orden y la esquemática
armonía. Un escritor claro es, sin quererlo, maestro de la ciencia de la
verdad, y, por lo tanto, hombre de ciencia.
Gregorio Marañón, La Medicina y nuestro tiempo.
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