En mitad del gran desorden me sigo creyendo veleta, al final de tanta vuelta hay que señalar un norte, un sur. (Cortázar, J. Rayuela. Santillana Ediciones, 2013:Madrid)
La vida está llena de extrañas coincidencias y si no se le tiene miedo, puede ser maravillosa. Sin embargo estoy escribiendo, metida entre cuatro paredes que han sido conscientes de toda mi vida mientras apuro agosto en el último trago del café. En definitiva de eso se trata, de exprimir cada día, ¿no? O al menos eso es lo que nos hacen creer y yo me niego; hay días, semanas o meses de comerse el mundo y otros tantos de sentarse frente a la ventana y ver cómo pasan las horas, porque al final aquí es cuando te das cuenta de que el tiempo pasa, los días corren, el verano se acaba y comienza otro septiembre. Con todo lo que conlleva septiembre.
He observado que la realidad tiende a manifestarse así, insensata, inconcebible y paradójica, de manera que a menudo de lo grosero nace lo sublime; del horror, la belleza, y de lo trascendental, la idiotez más completa. (Montero, R. La hija del caníbal. Espasa Calpe, 2001: España.)
Tanto es así que a mí, cada septiembre, me ha traído o se ha llevado cosas distintas cada año, pero siempre han sido personas. El otro día me decían que si en la adolescencia no pierdes amigos es que no estás creciendo y sólo puedo decir touché porque, aunque no queramos, crecemos y los veranos se acaban y el otoño siempre trae consigo la caída de las hojas -aunque no de todos los árboles- y el frío del invierno trae el hielo y los charcos. Como tal, el charco aguanta un vendaval, le puede llover, nevar, puede salir el sol de enero y hacerle vapor y devolverle a la tierra en otro lugar, puede pasar un coche por encima y ese coche, como un efecto dominó, salpicar a una chica que corre por la calle, puede llegar un niño y chapotear, y caerse y mancharse el uniforme, pueden caerse encima las pocas hojas que el otoño ha dejado o qué sé yo, volverse hielo.
Con esto quiero llegar a todas esas personas que llegan en septiembre o se van, o vuelven después de mucho tiempo o directamente pasan sin apenas ser vistas. Pero nos condicionan, al fin y al cabo. La gente crece, madura -o no-, se va, vuelve, llega pero todo se mueve, nada permanece; la filosofía del charco. Hablo de todas esas cosas que creemos permanentes, hablo de la facilidad con la que lo estable se resquebraja y esos que creíamos que iban a vivir con nosotros hasta el último aliento, se van sin razón aparente, simplemente pasan pero, queramos o no, influyen, calan, duelen y a veces, nos hacen mejores con el tiempo, porque quien huye también enseña; hasta quien más nos repugna nos enseña algo, aunque sea a escupir.
Los seres humanos somos como icebergs: sólo dejamos ver al resto un diez por ciento de lo que somos en realidad. Bajo el agua aparecemos desnudos; quizá no sea sólo cuestión de física el hecho de que pesemos menos debajo del agua, a lo mejor es eso, aparecemos enteros como los icebergs y eso nos hace frágiles, débiles, al alcance. Y el noventa por ciento restante, el que no se ve, lo forma quien está siempre, quien se fue, quien llega y quien se cruza una mañana sin más. Ese noventa por ciento lo forman septiembre, el invierno, los charcos, el hielo que se nos forma dentro -independientemente de la estación- y quien llega a conocerlo, nos ve bajo el agua y, casi siempre con miedo. Porque alguien que te conoce en debilidad y fortaleza, fuera y dentro del agua, ahogándote y saliendo a flote, es capaz de todo y de nada a la vez. Son esas personas, las que nos ven ahogarnos en un vaso de agua o en el mar más hondo del mundo, quienes tienen más fácil pasarnos por encima o mantenernos a su lado. Quedarte desnudo, bajo el agua, es verte débil; será por eso que quien más nos conoce es quien más daño puede hacernos.
Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera cara se borra poco a poco como en las viejas fotos. (Cortázar, J. Rayuela. Santillana Ediciones, 2013:Madrid)
En mi caso, septiembre siempre ha sido un mes de cerrar heridas y etapas porque no es bueno dejar heridas abiertas. El mundo avanza, lo que más duele acaba sanando y al final, la gente se quiere, por muchas estaciones que pasen de largo. Y otro año más la primavera llegará trayendo hojas nuevas y un nuevo sol dispuesto a teñir de azul otros días, otro verano más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario