sábado, 3 de enero de 2015

Mi invierno en el sur.

 Tantos siglos, tantos mundos,
tanto espacio y coincidir.

Fue mi invierno 
en el sur, cuarenta
grados una madrugada
de diciembre y entré
como entran los niños
a la escuela; 
un sitio nuevo, un cuerpo
nuevo y unas tremendas
e incontenibles ganas
de seguir corriendo 
por un pasillo lleno 
de espirales y tirabuzones
oscuros, lleno 
de escalofríos, 
de carcajadas y
de alcohol, alcohol
por todas partes.

Era suave, cada rincón
de terciopelo, lo acaricié,
lo recorrí entero,
mis uñas clavadas
en su pelo, lo habría
evitado pero prefería
jugarme el cuello
antes que hacerlo.

Es caramelo, un cristal
empañado, fruta fresca,
vodka, vino y cerveza. 
Es la fiesta y también
mi resaca, metal frío, 
piel caliente, un país
extranjero, la frontera
de mi cordura, un psicoanálisis
susurrado en el cuello.
Es vivir sin bragas, el roce
de los vaqueros, 
es una serpiente y,
a la vez, un ratón; su lengua
es el mayor depredador.
Es la línea discontinua
del medio de la carretera, 
la señal de peligro antes
de la curva de su espalda.

Fue mi viaje
en la barandilla 
de sus dedos; 
sus manos ágiles, 
mi oasis; sus lunares,
la arena de mi desierto. 

La piel de una tormenta
sin turbante, fue mi sur
en este invierno, 
un beso puesto
a contraluz. 
Y si alguien lo tacha 
de pecado, que nos lleven
juntas al infierno.

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