El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre.
Ángel González.
Para quien anda a
tientas y no sabe que la noche abierta es un peligro hermoso.
Cada día queda menos del sol que
ha ahondado hasta en mi alma estos últimos tres meses. Que ya no me levanto con
el calor de un rayo que azota la comisura de mis labios por las mañanas ni se
oyen los grillos por las noches, ya no sobran las chaquetas y los domingos
puede una echarse la mantita.
Es jueves 18 de septiembre de
2014. Dicen los del telediario que bajan las temperaturas, habrá lluvias
intermitentes y el cielo estará permanentemente nublado. Que el paro aumenta,
Escocia se independiza y Cataluña está a ojo avizor. Esto es lo que pasa.
Aunque se diría que aquí no pasa
nada, que estamos como siempre, pero –para siempre- te he perdido. Te has ido
llevándote el verano, qué ironía, eras el bloque de hielo más frío y donde más
cálida me sentía. Te fui a saludar y te reíste como siempre, no sé si era de
mí, pero tuve que irme por incapacidad de controlar el fenómeno que se
abalanzaba sobre mí como un torrente. Me levantaste el vuelo del alma con un
suspiro, dejé las mejores vistas para los mejores ojos y así hemos acabado.
Porque quiero, en el fondo. Lo que no quiero es que otra se asome a esos
balcones y te deje ver lo que yo no te pude enseñar, celos, quizás, pero me
asusta el magnetismo con el que me atraes.
Habría hecho mil fotos a tus
ojos para que me mirasen siempre, pero entonces sólo podrías hacerlo tú y eso
es justo lo que estoy intentando evitar. Dame fuerzas.