‘Kibbutz; […] rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir
al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo.’
Rayuela, Julio Cortázar.
Mi
Kibbutz era besar cada rincón de ti sin que el tiempo apremiara ni nos
amenazara batiendo récords de velocidad, porque más veloz era mirarte y
perderme. Mi tiempo ha corrido mientras tú y yo nos corríamos a la par, en un
compás infinito donde la obra siempre finalizaba con un sinfín, valga la
redundancia, de aplausos estremecedores que nos sacaban de nuestras casillas. Y
éramos nosotros esos que aplaudíamos sin cesar esperando a que esa misma
tormenta amainara, la que nosotros estábamos potenciando. Parece complicado y
lo es, lo fue. Lo será siempre.
Navegaba
a la deriva cuando me perdía en ti, cuando el ahora no era ahora y todo perdía
su sentido para que nosotros le diésemos otro. Mi Kibbutz era la falta de
respuestas, un “¿Por qué?” constante que iba de la mano de tardes de un
invierno que yo vivía cálido con papel y lápiz. Escribiendo(te) siempre
mientras llovía.
Ahora,
pasado el tiempo, por fin he entendido que se puede echar a alguien de menos
sin querer que vuelva, porque el daño ya fue suficiente. Espero a quien me lea
párrafos en las curvas de mi cuerpo cada noche, que viva viviendo en mí,
alguien que me tenga muerta de hambre por sus huesos y que me dé versos de
cenar. Unos ojos a los que mirar como miraba los tuyos y me perdía, unas manos
que tiren la piedra de mi rayuela al cielo y me eleven con ella. Ser el Viernes
de un Robinson que me haga creer que la acción puede colmar, o que la suma de
las acciones puede realimente equivaler a una vida digna de este nombre, que
fuerce a mi interior a renunciar a ti, porque vale más la renuncia, porque la
renuncia a la acción es la protesta misma y no su máscara.
Hay cosas que por mucho que me
leáis y conozcáis jamás entenderéis, porque lo que sale de dentro nunca se
puede explicar, porque tender una cama no es siempre tender una cama, porque el
universo eleva a los que piensan con amor y yo me quedo con los pies en la
tierra, tirando la piedra de mi rayuela por si llega al cielo y entonces llevar
esto a su máximo esplendor. A lo extraordinario que era seguir tus pasos por la
calle y perderme en todas tus estaciones.