Llevo un mes invirtiendo las horas en buscar algo que no encuentro, encontrando lo que no busco, encontrándote a ti y buscando a tantos otros que difuminen las caricias que me queman en la piel. Llevo un mes buscando a alguien que no eres tú y encontrando muestras de que sigues vagando por aquí, mirando a todos lados por si no te veo pero mis pupilas se pelean por colgarse de tus pestañas otra vez. Llevo un mes temiendo verle las orejas al lobo, vacilando al subir al autobús por si te veo y mi semáforo se pone en rojo y te miro y vuelvo a tropezar, sin saber si algún día podré volver a tocarte sin sufrir alguna taquicardia. Llevo un mes drogándome, pidiendo a todo el mundo que no me hable de ti, que no me cuenten qué tal te va, con quién estás o si saben que me echas de menos. Llevo un mes arrepintiéndome por cada lunar que no besé, por cada esquina que no crucé contigo, por cada vez que no te llamé cuando iba borracha. Llevo un mes escribiéndote, rogándole que vuelvas a un Dios en el que no creo. Quizá sea por eso, todo en lo que no se cree, no sucede y acaba pasando factura. Llevo un mes cimentando mi fe en tus costillas, deseando volver a desabrocharte la camisa mientras tú me desatas los miedos, queriendo volver a verte a mi lado, sin más.
Cuento ya más de treinta días sabiendo que por más que invierta, busque, tema, me drogue, me arrepienta, te escriba y cimente mi fe en algún lugar de ti, los domingos siempre me alcanza un hilo frío de voz que me grita que tus manos no van a volver, que ahora tu piel se eriza por otra y que nunca, nunca, vuelva a rogarle al lobo que me deje creer.