Se giró bruscamente y cerró la puerta tras de sí, dejándole fuera de su piso, debajo de la intensa lluvia que caía esa tarde de enero a las 8.30. Una vez dentro, subió las escaleras y miró por el balcón que daba a la calle para comprobar que él seguía ahí, no se había equivocado, seguía allí abajo lamentándose, culpable de sus actos, culpable por haber dejado escapar a la que, según había comentado él unas semanas atrás, era la mujer de su vida.
Ella volvió al salón, y no habían llegado todavía los créditos de la película cuando ya había sonado el timbre cuatro veces. Terminó por abrir.
Y ahí estaba él, empapado hasta los huesos por la lluvia, suplicándole que le dejara entrar, pidiéndole de rodillas que le perdonara.
Ella no lo podía soportar, no estaba hecha para poder aguantar esas situaciones, ni tenía el coraje de dejarle ahí tirado, por muy cabrón que fuese, le había querido, había sido el hombre perfecto durante 2 años maravillosos, no podía dejarle ahí.
Ni si quiera había podido echar la llave cuando le había quitado la mitad de la ropa, le seguía provocando tanto o más que antes.
Él la subió en brazos a la habitación que tanto conocía; seguía ahí la cama de matrimonio que ambos compartieron, el cuadro que tanto le gustaba a él también estaba allí, y las sábanas, esas sabanas que tantas veces habían acabado por los suelos después de noches de insaciable actividad. La dejó sobre la cama como si fuera una figurita de porcelana y la fue besando despacio y cuidadosamente por el cuello, hasta llegar a su boca, donde se desató la euforia, de nuevo, una noche más. Le fue quitando lo que le quedaba de ropa poco a poco, sin prisa, desabrochándole, uno a uno, los tres broches que tenía el sujetador que él mismo le había regalado. Acarició todos y cada uno de los rincones de su cuerpo, mientras ella le tocaba el pelo, y le mordía la oreja que sabía que le encantaba, que le volvía loco. Eso era lo que ansiaba ella, volverle loco, hacer que perdieran ambos el sentido durante, al menos, tres maravillosas horas. Quería volver a sentir eso de lo que había disfrutado y gozado durante 2 años.
Solo habían transcurrido 5 minutos y los dos ya se habían quitado toda la ropa. Ahí estaban, disfrutando como dos niños y gozando como adolescentes, y a todo ello aportándole eso que solo saben los adultos.
La pasión y el placer se hicieron dueños de los dos, durante tres horas (confirmando el deseo de ella) gozaron, disfrutaron, gritaron y juguetearon como dos enamorados adolescentes, sus dientes se chocaron, sus manos se tocaron mutuamente y sus cuerpos se rozaron tanto que se podría decir que se sacaron brillo. Terminaros exhaustos, sin fuerzas de nada.
Se miraron durante minutos, pocos pero suficientes minutos en los que él, intento memorizar todo su cuerpo, cada curva, cada mínimo rincón de su cuerpo, cada pequeña imperfección. Él lo sabía, esa era la mujer con la que quería compartir el resto de su vida.
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